La mayor huella de la arquitectura portuguesa se caracteriza por los azulejos, unos ladrillos coloridos de cerámica pulida -de los que destacan los azules y blancos de la época barroca (siglo XVIII)-, utilizados para decorar las paredes, o los suelos y techos de los monumentos, iglesias y palacios. Su origen es árabe. Se ha generalizado tanto su uso, que los verás en las fachadas de muchos edificios e infraestructuras públicas como restaurantes, edificios de viviendas o estaciones de metro. Se pintan a mano o de forma industrial, y puenden contar una historia o solamente ser decorativos. Pero son sobre todo los testigos más representativos de los distintos estilos pictóricos. Para los más aficionados, el Museo nacional del Azulejo de Lisboa y los claustros de la iglesia Madre de Deus son de obligada visita.